Chocolate, sin culpa
Durante siglos en las islas no hubo celebración que no contara con este alimento
ANDREU MANRESA Palma de Mallorca 20 DIC 2014 - 18:14 CET1
A la piedra, a la taza, deshecho o cocido, en infusión, en pastilla o tableta, en libra o baldosa, negro, con leche, blanco, de cobertura, en polvo, helado, relleno … ahí están algunas de las raíces y versiones clásicas de esta bebida, alimento, un relativo pecado, que es el chocolate.
Entre los insulares, mallorquines concretamente, no existió en siglos ninguna celebración ligada a acontecimientos de la vida, boda, comunión y noche de Navidad —y velas de muertos— que no se afrontara con la alianza del magma líquido marrón/negro con las colas de la ensaimada. La munición es relativamente moderna porque hasta el siglo XVI no llegó el cacao a Europa desde México, aquel cacao amargo y picante.
La interpretación contemporánea, dogmática, de la gastronomía del entorno está asentada en una admiración profunda hacia el pasado y oscila entre la máxima consideración de la cocina de la austeridad y la pobreza (de multitudes) y la devoción subalterna del recetario de casas señoriales y conventos, entre las elites dominantes.
La conmemoración —profana, humilde y noble— de las festividades y eventos privados asimiló el hallazgo de esta bebida casi medicinal que se extendió mágica en manos de los curas y en los salones. La variante sencilla, antigua, de chocolate caliente, fundido en taza, fue el argumento para marcar alguna vez al año la trascendencia del momento. Un rito.
Tras la Sibila de la noche del 24 de diciembre, era común acudir al casino a tomar chocolate, era el instante excepcional del Nadal en el que los menores acudían al bar y trasnochaban más allá de medianoche. Los maitines se celebraban casi a su hora, en el cambio de día y los festejos eran mesurados no pantagruélicos. El hito chocolatero se repetía en los momentos de relevancia, privada o comunal.
La síntesis portátil, moderna, del chocolate con ensaimadas está ejecutada por algunos panaderos de tradición con bastante perfección: la ensaimada grande rellena de chocolate no muy líquido, un dos en uno sin manchas. Probablemente los intérpretes canónicos de fantástico y admirable postre en espiral considerarán que es aberrante, quizás tanto como el relleno de crema o la confitura de cabello de ángel.
En los pueblos medianos existió hasta hace varias décadas el oficio del chocolatero, —no el pastelero ni las franquicias globales— que aun poseía y usaba en su casa-tienda las piedras cóncavas primitivas en las que —como un hombre del neolítico— convertía a mano el fruto en polvo comestible y apetecible.
Era un misterio a desvelar para la mirada infantil deducir como del artefacto cóncavo surgía el fluido dulce y pastoso. Las sencillas chocolaterías artesanales alternaban en verano con la elaboración de helados, cucuruchos y corte entre obleas, neules.
Las cápsulas de las semillas gigantes del cacao —las habas— se intuyeron en pocos anuncios de televisión, enciclopedias, unas películas africanas y, sobre todo, en las etiquetas infantiles del Cola Cao del “desayuno ideal”, por ejemplo, con las hileras de nativos con cestas del fruto sobre la cabeza que iniciaban la exportación tropical.
En Mallorca la adicción se cultivó desde la primera infancia. Muchos niños y adolescentes crecieron con una versión ligera del chocolate con leche que se envasó en botellines y se popularizó como “bebida de los campeones”: el batido Laccao de la original Agama, que diseñó en 1949 un químico, el padre de los periodistas Txema y Andoni Sarriegui, con el farmacéutico Tomás Cano. En Cataluña se expandió el Cacaolat.
Las interpretaciones médico - religiosas -psicológicas dan pie a multitud de prescripciones e hipótesis sobre las virtudes y pecados de su consumo. Crea adicción, sin duda; engorda, también. En sus miles de versiones comestibles de repostería, pastelería, confitería y en platos de cocina no solo en postres, posiblemente ayuda a vencer instantes de rutina o flaqueza de ánimo. En la memoria escolar tantas meriendas idas: una pastilla por cada dos galletas de aceite o una rebanada de pan, que sonaba a rancho o dieta de colegio de frailes.
En el relato de ausencias ahí están los extintos quartos embetumats,el merengue envuelto en una piel tenue chocolate de can Frasquet de Palma. Los verdaderos desaparecieron del mercado poco a poco: primero cerró el pastelero escindido de la casa madre, el yerno, Cas Net y después se jubiló el último obrador por excelencia Frasquet (Cassasayas) con la receta cierta de este pastel que resume casi todas las virtudes y excesos del pecaminoso chocolate.
Nota original AQUÍ.
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