La ciencia del chocolate
El mayor centro de investigación nutrgenómica del mundo está en Suiza y es de Nestlé. Alimentación y medicina atisban su futuro desde una probeta.
Llegará el día en que los pequeños placeres del paladar no se conviertan en disgustos para la salud o la imagen. En ello andan los científicos, animados por la luz que la genética ha introducido en los laboratorios, pero son las compañías alimentarias las que han salido con fuerza en esta carrera. Necesitan demostrar que sus productos son saludables, naturales, y que ayudan a mejorar los problemas médicos que aquejan a la población que más dinero emplea en alimentos, esa parte del mundo que está pagando con su salud los excesos en la mesa y los desarreglos culinarios.
No será fácil convencerlos. Como dice Luis Cantarell, “cada vez hay menos margen para pensar que el consumidor es tonto”. Desde el despacho de este vicepresidente ejecutivo de Nestlé, en la última planta de un gran edificio acristalado, se ve el lago suizo de Leman, hasta donde bajan las verdes colinas de Vevey, el pueblo donde empezó esta aventura a mediados del siglo XIX.
El boticario de origen alemán Henri Nestlé alcanzó la fama en 1867, cuando consiguió crear su harina lacteada, el origen de las papillas que han viajado con su apellido por todo el mundo desde entonces. Con ellas, se dice, salvó a un niño prematuro que no pudo contar con el sustento materno. Alimentación y salud se daban la mano ya entonces. Hoy, la gran multinacional en que se ha convertido Nestlé posee en Lausana, a unos pocos kilómetros de Vevey, el mayor centro del mundo en investigación nutrigenómica, una palabra que todavía no ha entrado en el diccionario. La visita a este instituto suizo de I+D, pagada por la multinacional, permitirá atisbar su significado. ¿En qué se emplean los más de 250 científicos que allí trabajan? ¿Qué persiguen los 130 millones de euros que la compañía destina a investigación en este centro?
Tras la puerta del departamento de placer saludable se encuentra el investigador holandés Wilbert Sybesma, quien explica en un español más que aceptable y ayudándose de su pizarra táctil cómo tratan de cambiar los compuestos grasos al chocolate sin que la tableta acabe por tener la textura de una medusa.
La sal, el azúcar y las grasas son los tres demonios a combatir. La Organización Mundial de la Salud y los Gobiernos convencieron a la gran industria alimentaria de que sus productos no eran los adecuados para tener un tipazo por fuera y un organismo en condiciones por dentro. Pero reducir un 40% de la sal al tomate frito Solís no es algo que se pueda hacer de un día para otro sin que el consumidor ponga cara de acelga. Ha sido un proceso que ha llevado casi una década. Porque no se trata solo de que el cliente se vaya acostumbrando al cambio poco a poco. Cuando se eliminan grasas y azúcares, el producto pierde textura, y ¿a quién le gusta un chocolate deprimido y lloroso?
En el departamento que comanda este holandés descubrieron, sin embargo, a base de estrujar la anatomía, que no siempre es difícil reducir sal o azúcar. Basta quitarla de donde no se percibe. Si del pedazo de pizza que se introduce en la boca es la masa de la base la que entrará en contacto con la lengua, ahí es donde debe ir la sal, y será fácil hacerla desaparecer de las capas altas, donde, de todas formas, no se notaba porque en el paladar no hay papilas gustativas.
La grasa, la sal y el azúcar son los demonios a combatir, pero sin que el chocolate acabe con la textura de una medusa
Todo esto que parecen trucos de cocineros tiene detrás una sólida investigación con partículas de nombres imposibles, moléculas, aminoácidos, enzimas, … Por ejemplo, hay cristales de azúcar que se engullen sin que se disuelvan en la boca. ¿De qué sirven entonces? Esos son los que hay que eliminar, los cristales vacíos, explica Sybesma.
En este departamento se aprende también lo mucho que importa el tamaño. Si se le pregunta a un niño qué prefiere, si un osito de azúcar de tamaño orondo o tres más flacuchos, el niño señalará el conjunto de ositos, porque son más. Pero se trata solo de una percepción óptica: juntos, los tres ositos pueden pesar menos que el gordo; así pues, la avaricia infantil será recompensada con menos cantidad de azúcar.
Pero quizá el precio sí pudiera engordar, después de todo son tres unidades. Podría decirse que Sybesma ayuda a que los placeres sean más saludables, es decir, engaña al consumidor por su propio bien y contribuye a que la empresa no pierda con ello. Ojo, que no solo los niños expresan ansiedad en sus percepciones ópticas. Un filete loncheado parece más grande que antes de pasar por el cuchillo. O un plátano.
Pero casi nada engaña al gusto, siempre que se tenga la nariz libre de congestiones. En el departamento de aroma, sabor y gusto de este macrocentro de investigación suizo muestran sus experimentos con algún juego de niños. Colocan una pinza en la nariz e invitan al visitante a degustar un poco de chocolate, que a unos les sabe salado y a otros dulce, pero nadie adivinaría que es chocolate de haber tenido también los ojos tapados. Es solo al liberar la nariz cuando el placer alcanza buena parte de los sentidos: como cuando el paseo por la playa llega al chiringuito de las sardinas.
A partir de esa simple base olfativa, los científicos tratan de ver cómo alcanzar altas cotas de sabor sin necesidad de incrementar el uso del dulce, del salado, del ácido y del amargo. ¿Ya está? No. Falta el umami, el quinto sabor elemental que detecta la lengua humana. Aunque se descubrió a principios del siglo pasado, no lo hemos integrado en el vocabulario. En los tomates y el jamón curado se puede detectar con facilidad, pero uno puede decir que el tomate está bien dulce o el jamón muy salado, pero casi nadie dice que está umami. Es un sabor redondo y delicioso, como su nombre japonés indica, muy alto en glutamato y de gran presencia en la cocina oriental.
En las tierras suizas que ahora lucen peinados viñedos que se descuelgan en peldaños fue donde el señor Nestlé vendía mostaza antes de dedicarse a las harinas lacteadas. Nestlé nunca ha abandonado el pilar de la alimentación infantil, pero ahora tiene abiertas grandes líneas científicas para acercarlo lo más posible a la farmacopea. Prueba de ello es la legión de nutricionistas, médicos, veterinarios, biólogos, químicos, psicólogos y otros especialistas que se desenvuelven en el centro de Lausana.
El abrazo entre la salud y la alimentación es casi de sentido común. Lo difícil de determinar científicamente, no basta con engañosos anuncios, es cuánto puede contribuir a combatir la enfermedad. La empresa del chocolate publicó el año pasado 128 artículos científicos y desarrolló 78 patentes. Esta carrera por la comida medicina, que les lleva incluso a pronunciar nombres como alzhéimer, un gran desconocido aún en la ciencia médica, ha propiciado la instalación de un minihospital en este centro suizo, donde las personas acuden a comer, a desayunar, incluso duermen, mientras forman parte de alguno de los experimentos en los que participan. Se trata de poner un poco de orden en las afecciones cardiovasculares.
Unos metros más allá, Irma Silva Zolezzi relata el Programa 1.000 días, en el que vienen trabajando desde 2011 con la Universidad de Southampton (Reino Unido), el Instituto de Ciencias Clínicas de Singapur y el Instituto Liggins de la Universidad de Auckland (Nueva Zelanda). Tratan de entender “el impacto de la alimentación en el crecimiento de los niños y sus riesgos en obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares”, explica Silva Zolezzi. Para ello han encuestado a 1.800 mujeres y han hecho seguimiento a sus hijos. “Los niveles de glucosa en sangre en el embarazo son componentes importantes de comunicación entre la madre y el feto y, desde luego, afectan al crecimiento”, dice esta científica.
La investigación necesita avanzar, y mucho. A pesar de que lo hiciera, Zolezzi advierte de que nada puede reemplazar una buena nutrición sumada al ejercicio físico. Pero quizá llegará algún día en que la alimentación se acerque a la medicina. Por ahora hay muchos experimentos en marcha en manos de buena ciencia pagada por la industria alimentaria. “La I+D es la ventaja competitiva [de las grandes multinacionales] frente a la simple transformación de materia prima”, explica Luis Cantarell. Por eso Nestlé dio un viraje en su trayectoria histórica a comienzos de siglo y nació Nestlé Healthy (saludable).
El famoso nido con pájaros que ha sido siempre el emblema de Nestlé (vocablo que significa nidito en un dialecto alemán) adorna la fachada de este centro de investigación donde se empeñan en que palabras como nutrigenómica, probiótica, microbioma alcancen el diccionario popular. Son muchos millones los que se destinan a ello, pero la industria alimentaria sabe que esta es la estrategia del nuevo siglo. “Ya no basta con cumplir la ley y mirar al fin del ejercicio la cuenta de resultados. Internet lo ha cambiado todo”, dice el responsable de inversiones de la compañía, otro español, de padres emigrados a Suiza, José López, recién jubilado.
El consumidor maneja cuanta información quiera por Internet. Tiene la posibilidad de conocer la composición de los alimentos, sus beneficios y sus perjuicios. Incluso tiene la responsabilidad de hacerlo. Ha de estar atento a las nuevas innovaciones que llegarán de la unión entre los laboratorios y la comida e interpretarlas a la luz de la ciencia.
Y con ojo, pues el mensaje se ha vuelto material sensible: ya no se trata de saber si algo engorda o mantiene en forma, sino de creer o no que un alimento aligera el colesterol o previene enfermedades. Palabras mayores.
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Nota original, AQUÍ.
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